El más grande de los abogados.
La poesía del abogado ha de ser defender la inocencia, hacer valer el derecho, hacer triunfar la justicia.
La esencia, la dificultad, la
nobleza de la abogacía es ésta: situarse en el último peldaño de la escala,
junto al imputado. La gente no comprende aquello que, por lo demás, tampoco los
juristas comprenden; y ríe, y se burla, y escarnece. No es un oficio que goce
de los favores del público, el del Cirineo. Las razones, por las cuales la
abogacía es objeto, aun en el campo literario e incluso en el campo litúrgico,
de una difusa antipatía, no son otras que ésta. Y hasta Manzoni, cuando ha
tenido que retratar a un abogado, ha perdido su bonhomía y la Iglesia ha dejado
introducir en el himno a San Ivo, patrón de los abogados, un verso injurioso.
Las cosas más simples son las más difíciles de comprender.
Digámoslo con claridad: la
experiencia del abogado cae bajo el signo de la humillación. Es cierto que
viste la toga; colabora, desde luego, en la administración de la justicia; pero
su puesto está abajo, y no en alto. Él comparte con el imputado la necesidad de
pedir y de ser juzgado. Está sujeto al juez como lo está el imputado.
Pero precisamente por esto la
abogacía es un ejercicio espiritualmente saludable. Pesa el deber pedir, pero
es provechoso. Habitúa a rogar. ¿Qué otra cosa es, más que un pedir, la
plegaria? La soberbia es el verdadero obstáculo a la plegaria; y la soberbia es
una ilusión de potencia. No hay otra cosa mejor que la abogacía para curarnos
de tal ilusión. El más grande de los abogados sabe que no puede hacer nada
frente al más pequeño de los jueces; a menudo, el más pequeño de los jueces es aquel
que lo humilla más. Está constreñido a llamar a la puerta como un pobre. Y ni
siquiera está escrito sobre la puerta: pulsate et aperietur vobis. No pocas
veces se llama en vano. La experiencia se hace más dolorosa y más saludable. Se
creía tener razón; se había estudiado tanto, se había sudado tanto; en cambio
... Es necesario conocer estos momentos para comprender.
Los romanos denominaban la
actividad del abogado en el proceso con el verbo postular. Dicen los
diccionarios que este verbo significa pedir aquello que hay derecho a tener. Y
es esto lo que agrava el peso del pedir. No debería haber necesidad de pedir
aquello que hay derecho a tener. En conclusión, es necesario someter el juicio
propio al ajeno, aun cuando todo permita creer que no haya razón para atribuir
a otro una mayor capacidad de juzgar.
Esto significa, en el plano
social, colocarse junto al imputado en el último peldaño de la escala; un
sacrificio; pero no existe sacrificio sin beneficio. Por esto he dicho que
nuestra experiencia es saludable. El beneficio se tiene cuando se comienza a
percibir, en la oscuridad, la llamita del pabilo humeante. Un beneficio, como
ocurre siempre en las cosas del espíritu, que al mismo tiempo se da y se
recibe: si aquella llamita se reaviva, su calor no calienta solamente el alma
del cliente sino la del patrono al mismo tiempo. Por el poco bien que yo haya
podido hacer a alguno de estos desgraciados, ha sido inmenso el beneficio que
he recibido de ellos; del Señor, se entiende, pero por medio de ellos; por eso,
porque el Señor ha dicho que cuanto se da a ellos es recibido por Él, los
pobres son los delegados de Dios.
Alguno dirá que yo veo así la
abogacía bajo el perfil de la poesía. Puede ocurrir. La poesía de su oficio es
algo que un abogado siente en dos momentos de la vida: cuando viste por primera
vez la toga o cuando, si propiamente no la ha depuesto, está por deponerla: en
el alba y en el ocaso. En el alba, defender la inocencia, hacer valer el
derecho, hacer triunfar la justicia: esta es la poesía. Después, poco a poco,
caen las ilusiones, como las hojas del árbol, después del fulgor del estío;
pero a través de la maraña de las ramas, cada vez más desnudas, sonríe el azul
del cielo. Ahora no estoy ya seguro ni de haber defendido la inocencia ni de haber
hecho valer el derecho ni de haber hecho triunfar la justicia; y, sin embargo,
si el Señor me hiciese nacer de nuevo, comenzaría otra vez. No obstante los
fracasos, las amarguras, los desengaños, el balance es activo; si hago el
análisis de él, me doy cuenta de que la partida capaz de colmar todas las
deficiencias consiste precisamente en aquella humillación de deberme encontrar,
junto a tantos desgraciados, contra los cuales se desencadena el vituperio y se
encarniza el desprecio, en el último peldaño de la escala.
Autor:
Francesco Carnelutti | Fuente: aboga2.
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